El primer atardecer, en este viaje de dos días a través del sur del país, me ha pillado cruzando del estado de Louisiana al de Texas, que es inmenso. Hasta el ocaso del día siguiente no hemos pasado por otro estado, atravesando el desierto y bordeando la frontera entre Estados Unidos y México.
Asomado a la ventana, la vegetación más espesa, y como enredada en sí misma, de los ríos, lagos y humedales de Louisiana ha ido perdiendo color y altura a medida que nos adentrábamos en Texas. Las zarzas han dejado paso a pequeños matorrales, escobas y cactus cada vez más separados entre ellos, sin llegar a cubrir la tierra clara, seca y polvorienta del desierto.
Tengo que admitir que estos estadounidenses saben organizar estas cosas. Servicio de bar y restaurante (en el restaurante se puede comer medio decente), vagón con grandes ventanales, incluso en la curvatura que une la pared con el techo, para disfrutar del paisaje en condiciones, explicaciones de lo que se ve por la ventana a cargo del revisor por los altavoces... Asimismo, varios miembros del personal encargado de un parque natural por el que hemos pasado, han subido a bordo durante un par de horas para ofrecer explicaciones y folletos al respecto. Poca cosa aquí recuerda a mis viajes con Renfe. Aunque ya sabíamos de antemano el sentido del show que tienen, aquí mis primos.
Como un reloj, salimos de El Paso (última parada en Texas) cuando el sol ya cae tras la ondulada línea del horizonte. Es una luz anaranjada que gana en intensidad con cada minuto que pasa. Como si se negase a que la oscuridad lo inunde todo de nuevo, la franja de luz horizontal se instala, de una forma que parece que es para el resto de la eternidad, tras las montañas del oeste, incendiándolas. Al fin, la noche consigue echar la capota, y no son ni las seis de la tarde.
Mañana amaneceré en California...
No sabía de tus planes de viajar al Salvaje Oeste. Bonito viaje, pero mejor aún tu forma de contarlo.
ResponderEliminarFelicidades!! 1abrazo