
Os lo presento: se llama Bobby, tiene 57 años y acaba de salir de la cárcel. Se dirigía a Saint Louis (Missouri) a enterrar a su madre. Había muerto (passed away, que dicen por aquí) estando él en el trullo, la incineraron y le estaban esperando para enterrarla. Yo no pregunté nada, Bobby tenía ganas de hablar.
Su mirada, sincera y amistosa, como su conversación, me hicieron sentir que era buena gente, el tal Bobby. No voy a contar aquí por qué lo encerraron, le debo ese respeto. Aunque él me lo contó a los cinco minutos de habernos conocido, mirándome a los ojos. No era orgullo lo que transmitían, pero tampoco vergüenza. Ya había cumplido, estaba fuera y me dio la impresión de que, incluso él creía, era mejor hombre que al entrar. De eso se trata, ¿no es cierto? No nos montemos películas, no había matado a nadie. Cuatro años. Malas compañías, ya sabéis.
Estuvimos un par de horas charlando, a ratos. Otros en silencio. Le descubrí alguna de las ventajas de las muevas tecnologías. También hablamos sobre las modas imperantes hoy en día, que no lograba entender. La gente que utiliza el teléfono con el manos libres le parecen locos que hablan solos. Además, los adolescentes (y alguno más entrado en años) que van enseñando los gallumbos por encima del pantalón, según Bobby, invitan a la gente a que tengan sexo con ellos. Según cómo se mire, no va tan desencaminado.
Conocer a Bobby, al que le encanta el regaliz rojo, no me ha producido otro sentimiento que la ternura. Gran tipo. Estas cosas pasan, encuentros casuales que te hacen reflexionar. Es más probable que ocurran si estas viajando, y más si lo haces solo. Momentos como éste son los que dan sentido al viaje, creo yo. Bobby tiró rumbo a Saint Louis, aún un poco perdido fuera de la jaula. Al rato, yo me subí al City of New Orleans, el tren que une Chicago con el sur del país. De momento me bajo en Memphis. And it's one for the money, two for the show...
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